Tapabocas
TAPABOCAS
Ya la palabra estaba
herida de muerte, había perdido su fuerza y su potencia para recrear, definir y
consolidar las relaciones, los objetos, los deseos. Con la permanencia del
virus en la vida humana, el tapabocas era ya parte de su rostro y la gente
apenas musitaba una pálida palabra detrás de esa gasa lapidaria. Junto con la
palabra, se extinguían los gestos, los besos, las expresiones de la vida, los
dolores y la mueca de la muerte. Solo quedaban los ojos, que solitarios y sin
el apoyo de la boca, la nariz y el mentón, hacían todos los esfuerzos pero no
lograban una expresión sólida y bella.
Poco a poco, la
gente se habituaba al sellamiento de su palabra y en vez de ello, daba vida al
tapabocas. En este aditamento, que ya era parte de su cuerpo, se pintaban los
principales sentimientos de una persona, ya sea de tristeza, alegría o de
llanto. Se expresaban los inconformismos en una suerte de pequeñas vallas y el
proselitismo político, en tiempos de campaña. Se convirtió a su vez en el
principal mural para el arte y la literatura. La gente llevaba sus mejores
cuadros o sus libros en la boca. Era
como una nueva estirpe condenada al silencio y al taponamiento de su caudal de palabras
y emociones. Aquellos que no soportaban el silencio, optaban por prescindir del
tapabocas y explotaban en el delirio. Eran felices fugaces, pues el virus
implacable terminaba con sus vidas en poco tiempo, como aquellos insectos enamorados
que mueren deslumbrados en la potente llama. En ocasiones, organizaban fiestas dionisíacas,
para morir felices en la libertad de la palabra, los gestos, los deseos.
Pero el gran
torrente de la gente seguía, a través de los años, la rutina del temor y del
cuidado. Cuando se cumplieron cien años de silencio sobre la tierra, nació el primer
niño con tapabocas.
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