DÉJÀ VU


DÉJÀ VU
“Por favor oficial, no puedo respirar
No puedo respirar”

George se asfixiaba, los tres policías le presionaban el cuello y el cuerpo. No podía respirar y rogaba que le quitaran esa presión. Se moría poco a poco en esos minutos de presión asfixiante. Se preguntaba que pudo salir mal en su vida, si estaba en una buena charla con su amigo Harris de un posible empleo cuando llegó toda esa Policía que lo tenía al borde de la muerte. Solo esperaba que terminara toda esa confusión para irse a su casa y sacar a pasear a su pequeña hija Gianna. Hoy había quedado de ir al parque con ella. El chico de la tienda debía estar equivocado, el billete no era falso, pero de todo negro se sospecha y para él era mejor estar seguro con la policía. La presión seguía y sintió temor de morir. No podía respirar. Sentía que perdía el conocimiento en medio de ese olor a odio que despedían los policías. Era como un sudor ácido que había aprendido a distinguir desde niño y que lo llevaba en ese instante inconsciente a otra vida.

En medio del mismo olor a odio, los alguaciles lo sacaron de la cárcel y se lo entregaron a la nueva banda que tenía asolada a la población negra del condado. Se hacían llamar Ku Klux Klan respaldados por los demócratas del sur y apoyados en la ley de Lynch que les permitía los linchamientos. Hace pocos años, el presidente Lincoln para engrosar sus filas de aguerridos combatientes y ganar la guerra de secesión, les había prometido acabar con la esclavitud y además darle a cada combatiente negro, una mula y 40 acres de tierra. Ninguna de las dos cosas se concretaron y siguieron peor que antes: perseguidos y masacrados. Después de la enmienda 13 sobre la liberación de los esclavos, la población negra se había convertido en un peligro para la estabilidad de la propiedad. Además ya eran más de un tercio de la población total en esos Estados. Jim en unión con otros pobladores luchadores en la guerra, reclamaba el cumplimiento de las promesas y fue apresado por estar en contra del orden social. Los de la banda y los alguaciles lo golpeaban en el suelo y lo presionaban contra el camino empedrado, en medio de ese olor a odio. Se asfixiaba y no volvería a ver a su esposa y sus tres hijas. Le pareció escuchar entre los encapuchados, la voz de su antiguo patrón, el cual le había robado su vida en los algodonales.

Por momentos volvía en sí y los policías seguían sobre su cuerpo, con un olor ahora más ácido. Por favor no puedo respirar, les decía, pero la presión no cesaba. La tarde estaba aún luminosa y pronto volvería de nuevo a su casa. Su hija lo estaría esperando. Afortunadamente está acompañada con Ross. Las dos se llevan bien. Pensaba ya lejano. Por fin terminaba la presión y lo subieron a una ambulancia, pero su cuerpo dejaba de responderle. Algo del cerebro relampagueaba y animaba sus últimos estertores, que se fugaban para un campo lúgubre donde se le cerraban todas las salidas.




Ataron una cuerda a un árbol frondoso, lo subieron a una carreta y entre improperios y ese olor a odio, lo colgaron. En el fondo una noche serena y solitaria, no era testigo de uno más de los linchamientos. Más tarde vinieron otros alguaciles, descolgaron el cadáver y lo llevaron a una especie de morgue. Le abrieron el cerebro, el pecho, el estómago, para dictaminar que había muerto de insuficiencia respiratoria. El ayudante de la autopsia, un blanco de los encapuchados, llegó a pensar que por dentro éramos como iguales. El olor se perdía, mientras la ambulancia se movilizaba  presurosa por autopistas con árboles, donde antes solo era campo abierto. Uno de aquellos árboles era el único testigo del pasado. Cuando llegaron al hospital, George ya estaba muerto. Lo trasladaron entonces a la morgue. Le trepanaron el cerebro, le abrieron y observaron el tórax y el abdomen. Cuando el forense tenía su cuerpo eviscerado y su vida era una total transparencia, sintió su soledad y la sensación de que todas esas historias ya las había vivido antes.
Aníbal 5/6/20




 



 












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