OLIMPO
Afortunadamente el
barquero Caronte confundió el botón con la moneda del viaje y me dejó seguir a
su barca. Atrás quedaba mi cuerpo en un respirador y las angustias del personal
médico por no haberme podido salvar. Recorrimos un largo trecho del rio
Aqueronte en medio de brumas y ecos descompuestos, hasta llegar a una gran
laguna (Estígia) y una playa bifurcada. En un lado, lodo y vegetación en
grisura, en donde sobresalía una figura iracunda e inmensa con un perro de dos
cabezas: se trataba de Hades y su cerbero, dios del inframundo. En el otro
lado, un ser ligero y bello, en medio de un ambiente primaveral: Era Hermes el
mensajero de los dioses del Olimpo con su casco alado. Nos hicieron bajar y nos
iban distribuyendo a cada lado. Al llegar mi turno, Hades se abalanzó seguro
sobre mí, pero la intervención alada de Mercurio me salvo de vivir en el
inframundo. No estaban bien seguros de mi conducta en la tierra, pero algo de
luz desplegaba mi alma ensimismada. Los unos siguieron en la barca hacia las
sombras y el grupo nuestro, nos internamos caminando por paisajes cada vez más
vaporosos y coloridos, hasta llegar al rio Lete. Bebimos de sus aguas y todo el
pasado se perdía para siempre, solo quedaba un futuro fresco y sin
limitaciones.
Al atardecer
llegamos al monte Olimpo, un lugar deslumbrante lleno de dioses para todos los
gustos. Me sorprendió ver en ellos la gran disposición para el manejo de las
virtudes humanas y sus complementos entre unos y otros. No era uno solo
sangrante e impositivo, lleno de rencores y pecados, sino un grupo de dioses
poderosos que organizaban sincronizadamente, la vida de los mortales,
comandados por Zeus y Hera en lo más alto del edén pagano. Estaban entre otros,
Poseidón con sus caballos y sus toros, dominando el mar y los truenos, Ares,
ocupado en sus guerras y la virilidad de los hombres, Hefesto, gran artesano del
fuego y de la forja, Atenea, la más bella diosa de la sabiduría, Apolo, sereno
con sus bellas artes y generando música selecta, Afrodita, desplegando amor y
los deseos y los que más me atraían, Dionisio con su grandes celebraciones del
vino y Eros, con su amor sexual desbordado, sin ataduras o represiones. Aparte
de los dioses, el monte estaba lleno de bellas musas, con las cuales podías
hablar, envinarse, pintar y amarse en forma infinita. Ya me estaba acoplando al
lugar y ganándome un espacio en el Olimpo, cuando de repente mi luz titilaba y
volvían las angustias del pasado. Me habían reanimado en la UCI y regresaba a
mi pesado cuerpo deteriorado. Abrí los ojos y los infelices mortales con sus
batas de médico, aplaudían.
Aníbal
20/7/20
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