TASAJERA

TASAJERA

A 36 subió la cifra de muertos

Por explosión de camión sisterna en Tasajera

¡Marco, Marco hay buena pesca en la carretera! Le gritaron desde fuera de la casa. Marco se despertó asustado y somnoliento. Había estado tomándose unas cervezas con su padre y su tío la noche anterior, celebrando el nacimiento de su hija. Ellos eran pescadores y él se ganaba la vida como mototaxista. El día anterior, habían capturado algunos peces en el mar y pudieron comprar, quitándole algo al mercado, una canasta de cerveza. Sería la última cerveza de sus vidas. Antes, le contaron esa noche a Marco, la pesca era abundante, pero desde que construyeron la carretera entre el mar y la ciénaga, ésta se convirtió en una cloaca por la falta de oxígeno. Se acabaron los peces, los manglares y se convirtió en un basurero. Se acabaron también nuestros trabajos y el pueblo se volvió miserable. Salió presuroso a la calle y el amigo le continuaba hablando entre gritos, que se había volcado un camión cisterna lleno de gasolina a pocas cuadras. Marco despertó a su padre y a su tío. Se apertrecharon con bidones y corrieron ilusionados hacia su muerte.  No podían desperdiciar esa oportunidad que les daba la carretera, que últimamente y por los accidentes, se había convertido en una buena alternativa del sustento familiar.

 

De madrugada Manuel pasó por el camión que ya habían llenado con 6.000 galones de gasolina, para llevarlo a la ciudad más cercana. Empezó a conducir y solo pensaba en el lugar del desayuno. Le gustaba parar en el mercado de Tasajera, a comerse un buen caldo de costilla, con huevos, arepa y chocolate. Llevaba muchos años conduciendo y su deleite eran las paradas en la carretera a disfrutar de buenos y abundantes platos. Distraído tal vez, solo alcanzó a maniobrar bruscamente para no pisar esa babilla que atravesaba la carretera.

 

En uno de los rincones de la ciénaga y entre basurales, ella cuidaba de sus 6 crías babillas que ya tenían un año de edad. La comida escaseaba, pero se las arreglaban con algunos peces muertos, sapos, pájaros y desperdicios de los humanos. Al otro lado de la madriguera retumbaba el mar y el aire puro. Pero no se podía visitar por el peligro de la gente y de los carros en la vía. Muchos de su especie habían muerto debajo de las llantas de pesados vehículos. De mañana, una de las crías inquieta y en un descuido de su madre, se lanzó a la carretera en busca de ese otro mundo que agitaba la tranquilidad en las noches.  Cuando iba por la mitad de la cinta asfáltica, se percató que venía en su dirección un gran carro. Afortunadamente para ella, el voluminoso aparato se desvió y dando vueltas terminó aparatosamente en la ladera del camino. Pudo seguir y por fin llegó al inmenso mar. Caminó pesadamente hacia la playa y a lo lejos oyó un gran estruendo que se apagó al instante con el ruido hermoso de las olas.




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